sábado, 26 de diciembre de 2020

Evangelio del 27 de diciembre. La Sagrada Familia.


Lectura del santo Evangelio según Lucas 

Lc 2, 22-40

Cuando se cumplieron los días en que debían purificarse, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: 

Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones,

conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.


Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Era un hombre justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. El Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

«Ahora, Señor, puedes, según tu palabra,
dejar que tu siervo se vaya en paz;
 porque han visto mis ojos tu salvación,
                     la que has preparado                           a la vista de todos los pueblos,
luz para iluminar a las gentes
y gloria de tu pueblo Israel.»

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y como signo de contradicción - ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada. Casada en su juventud, había vivido siete años con su marido, y luego quedó viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Presentándose en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.





Cuando se cumplieron los días en que debían purificarse, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor.

Este gesto subraya que solo Dios es el Señor de la historia individual y familiar; todo nos viene por Él. Cada familia está llamada a reconocer tal primado, custodiando y educando a los hijos para abrirse a Dios que es la fuente de la misma vida (Papa Francisco).

Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación.

Los abuelos son de la familia y enriquecen a la familia. Simeón es anciano en años pero joven de espíritu. El Señor produce este milagro por medio de la fe. Por la fe nos habilita a ser capaces de acoger la vida tal como va llegando; aún los acontecimientos más inesperados y decepcionantes. Por la fe nos habilita a dejar de lado nuestros planes y aceptar lo que creíamos que no formaría parte de nuestra vida.

El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios lo acompañaba.

La llamamos Sagrada Familia, porque en ella nació y creció el Hijo de Dios, el Salvador; y porque en ella brilló la fe como en ninguna otra. El camino desde la Anunciación hasta la Crucifixión fue oscuro. Con frecuencia, como cuando el niño se pierde en el templo, no comprenden. Pero viven convencidos de que Dios está con ellos.

Contemplamos a la Sagrada Familia de Nazaret, y escuchamos a san Pablo que nos retrata la familia cristiana con unas pinceladas maestras: paciencia, amabilidad, humildad, alegría, perdón. En resumen, amor. Amor que todo lo espera y todo los soporta (1 Cor 13, 4-7). Además, la familia, para ser verdaderamente cristiana, tiene que ser familia orante. Porque, si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles (Salmo 127). La familia está llamada a compartir la oración cotidiana, la lectura de la Palabra de Dios y la comunión eucarística para hacer crecer el amor (Papa Francisco).


Oh María, Tú resplandeces siempre en nuestro camino como signo de salvación y esperanza. Nosotros nos encomendamos a Ti, salud de los enfermos, que ante la Cruz fuiste asociada al dolor de Jesús manteniendo firme tu fe.

Tú, Salvación del Pueblo Romano, sabes lo que necesitamos y estamos seguros de que proveerás para que, como en Caná de Galilea, pueda regresar la alegría y la fiesta después de este momento de prueba.

Ayúdanos, Madre del Divino Amor, a conformarnos a la voluntad del Padre y a hacer lo que nos dirá Jesús, que ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos. Y ha tomado sobre sí nuestros dolores para llevarnos, a través de la Cruz, al gozo de la Resurrección. Amén.

Bajo tu protección, buscamos refugio, Santa Madre de Dios. No desprecies las súplicas de los que estamos en la prueba y líbranos de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!



Parroquia de Nuestra Señora del Carmen y Santa Teresa

Santander Cantabria

España 




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